Max Beckmann: «Jugadores de fútbol«
Sin duda, la de portero es la posición más extraña y controvertida de un equipo de fútbol. Un juego en el que el rey es el pie, incluye a un solitario y extraño personaje especializado en detener balones con las manos. Minoritario hasta en su propio equipo, en el que juega un uno contra diez, es, seguramente, la figura más expuesta a críticas tras cometer algún error después del árbitro.
De él decía Eduardo Galeano que “también lo llaman guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas”. Y, añadía: “el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace”.
Creo que era Antonio Deltoro quien hablaba del fútbol como «la venganza del pie sobre las manos«. Por eso, lo del portero es una auténtica extrañeza: intentando colar sus manos en el reino de los pies. De unos años a esta parte, la tendencia es a que los porteros se asemejen cada vez más, con su capacidad para jugar con los pies, a los jugadores. El introductor de esa línea fue Johan Cruyff, quizá buscando diluir a los porteros entre el resto de jugadores, de manera que su figura quedara cada vez más difuminada. Un acto de compasión, en definitiva, quizá para que las culpas pudieran repartirse mejor.
Hay que ser raro para ser portero. El objetivo de todos los niños, cuando aún lo son, es chutar la pelota, no detenerla con las manos. Nadie, cuando hay una pelota de por medio, quiere ser el portero. Esa querencia solo aparece, durante la infancia, por dos razones. Por incapacidad técnica para ocupar cualquier otra posición en el campo (de ahí que siempre, a los malos, se les envíe a la portería) o por exceso de personalidad y necesidad de diferenciarse del resto, de reivindicarse, mediante la vestimenta, los instrumentos para jugar y la función a cumplir. Ser portero de niño, de manera voluntaria, es un primer signo de afirmación identitario.
Carlo Carrá: «Partita di calcio» (1934)
La evolución de los porteros es curiosa durante los años de infancia. En mis tiempos de partidos interminables en la calle quien se ponía de portero no lo hacía por propia voluntad. El portero “no se ponía”. Al portero “lo ponían” los demás para que no molestara al resto del equipo ni entorpeciera el desarrollo del juego. Pero, más adelante, tan solo algunos años después, solo se podía poner de portero quien fuera realmente bueno, quien tuviera capacidad para mantener a cal y canto la portería. El portero, entonces, se volvía una más que cotizada pieza.
Quizá esa rareza es la misma que debe llevar inscrita en su código genético el creador. Será por eso, quizá, que Nabokov, Albert Camus o Ryszard Kapuscinki fueron porteros. O que Rafael Alberti consideró que quien merecía un poema era Platko, igual que Miguel Hernández escribió una «Elegía al guardameta«.
O que Eduardo Chillida escogió ser cancerbero, como también lo hicieron Gabriel García Márquez, o incluso Arthur Conan Doyle, primer portero del Portsmouth, o Gunter Grass, quien en el poema “Estadio de noche” hablaba del portero como de un “poeta solitario”.
Y quizá por esa rareza compartida escribió Umberto Saba un poema dedicado al portero. Y también, seguramente por eso, es la segunda vez que Josep Maria Fonalleras lo recuerda. La primera fue hace poco más de un año, en un artículo titulado “Saba y el portero”. Y la segunda ha sido hoy, con “Ser portero”.
Es este:
«Ser portero«
Josep Maria Fonalleras
Publicado en El Periódico el viernes 1 de junio de 2018
Umberto Saba tiene un poema precioso sobre la figura del portero de fútbol. Es un mundo aparte, el único especialista de verdad, el que se mantiene al margen del grupo. Saba se lo imagina mientras su equipo acaba de marcar un gol. Le llega una especie de perfume de la victoria, diluido, pero él no puede sino celebrar el triunfo solo, alejado del resto de compañeros que se juntan para conmemorar la hazaña. El portero, siempre melancólico, lo vive desde la lejanía. Hace tiempo, las agrias confesiones de Víctor Valdés («si ahora pudiera, no lo volvería a ser») me hicieron pensar en el portero de Saba, este espécimen singular, ausente.
Ahora he vuelto a rememorarlo, viendo la mágenes de Loris Kariusgenes de Loris Karius, el portero del Liverpool que regaló la última Champions en Madrid. Después de sus pifias, los monumentales errores del peor partido de su vida, el alemán se arrodilló en el césped, se hundió bajo la coraza de la camiseta y lloró. A solas. Nadie le fue a consolar. En los primeros minutos de la derrota, nadie le acogió ni le abrazó. Permaneció, en la humillación, tan solitario como en la alegría. Después, pidió perdón a la afición y desapareció. Su alma se desintegró. «Me gustaría que se pudiera ir hacia atrás en el tiempo”, dijo. Quería borrar la tragedia, pero le acompañará siempre, como un hado. Por eso Camus dijo que el fútbol le había enseñado todo lo que sabía sobre la vida. Porque era portero.