Umberto Eco y el fútbol

Imagen de www.pamboleras.com

 

El viernes falleció a los 84 años Umberto Eco, uno de los grandes representantes de la alta cultura que, además, tuvo la extraña facultad de situar su objetivo y capacidad de análisis en la cultura popular. Conocido por las masas gracias a «El nombre de la rosa» (una novela que quizá podría calificarse de best-seller erudito), siempre mantuvo un marcado distanciamiento con el mundo del fútbol. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, esta aparente animadversión (no hacia este deporte en sí, sino al fanatismo que lo envuelve) no evitó que nos regalara con algunas líneas que vale la pena recordar hoy aquí.

En concreto, podemos encontrar algunas referencias en su artículo «El mundial y sus pompas«, recogido en su obra de ensayos «La estrategia de la ilusión» (Lumen, 1986), como por ejemplo:

«Se puede ocupar una catedral y sólo habrá algún obispo que proteste, algunos católicos conmocionados, un grupo de disidentes favorable, la izquierda que será indulgente y los laicos históricos (en el fondo) felices. Se puede ocupar la sede central de un partido, y los demás partidos, más o menos solidarios, pensarán que se lo merece. Pero si alguien ocupase un estadio, aparte de las reacciones inmediatas que esto provocaría, nadie sería solidario: la Iglesia, la Izquierda, la Derecha, el Estado, la Magistratura, los Chinos, la Liga por el Divorcio y los Anarcosindicalistas, todos pondrían al criminal en la picota»

 

En 1990, con motivo de la celebración del Mundial de Italia, se publicó el artículo que podéis leer a continuación, una ligera adaptación del que bajo el título «Cómo no hablar de fútbol» se puede encontrar en su obra «Segundo diario mínimo«, una recopilación de escritos breves publicada en 1992.

 

Odio a las hinchas, no al fútbol

Lo había olvidado. No te telefonean sólo para hacerte preguntas como «¿qué piensa de la muerte de Pertini?». Las llamadas son ahora sobre el Mundial y de dos categorías. Existe el cronista desinformado que no sabe nada de mis opiniones sobre el fútbol y quiere saber lo que pienso sobre el campeonato y el que ha leído varios de mis artículos, sobre todo los de L’Espresso, a través de los cuales me he conquistado una mala fama, y quiere la opinión de un enemigo declarado del fútbol. En el segundo caso se trata de un equívoco. Yo no tengo nada contra el fútbol. No voy a los estadios por la misma razón que no iría a dormir por la noche a los pasos subterráneos de la Estación Central de Milán (o a pasear por Central Park, de Nueva York, pasadas las seis), pero, si se presenta la ocasión, veo un buen partido con interés y placer en la televisión porque aprecio los méritos de este noble deporte. Yo no odio el fútbol. Yo odio a sus fanáticos.

No se entienda mal. Yo guardo hacia los hinchas los mismos sentimientos de la Liga Lombarda hacia los extracomunitarios: «No soy racista, siempre que se queden en su casa». Por su casa entiendo los sitios en que se reúnen y los estadios y no me preocupa lo que suceda en ellos. Casi prefiero que vengan los de Liverpool, pues, por lo menos, me divertirán las crónicas: si se trata de un circo, que corra la sangre.

No me gusta el hincha porque tiene una extraña característica: no entiende por qué tú no lo eres e insiste en hablar contigo como si lo fueras. Un ejemplo. Yo toco la flauta dulce (cada vez peor, según Luciano Berio, aunque que los grandes maestros me sigan tan atentamente me produce satisfacción). Supongamos que estoy en un tren y le digo al señor de enfrente simplemente por charlar: «¿Ha oído el último compacto de Franz Bruggen?». «¿Cómo dice?». «Me refiero a La pavana lachryme; al principio, es un poco lenta». «Perdone, no entiendo». «Hablo de Van Eyck, ¿no? [silabeando] el Blockflote». «Mire, es que yo… ¿se toca con el arco?». «Ah, ya entiendo, usted no…». «Yo no…». «Curioso. ¿Sabe usted que para tener un Cooisma hecho a mano hay que esperar tres años? Para eso es preferible un Mosck de ébano. Es el mejor de los que existen en el mercado. Lo ha dicho incluso Gazzelloni. Oiga, ¿usted llega hasta la quinta variación de Derdre doen Daphne d’over?» «Pues verá, yo voy a Parma…». «Ah, usted toca en F y no en C. Sí, da más satisfacciones. ¿Sabe que he descubierto una sonata de Loeillet que…». «¿De Loli… qué?». «Me gustaría ver lo que hace con las fantasías de Telemann. ¿Usted llega? ¿No empleará por casualidad la digitación alemana?». «Verá, los alemanes… El BMW será un buen coche, pero…». «Entendido, entendido. Usa la digitación barroca. Justo. Mire, los de Saint Martin in the Fields…».

Los mundos posibles

Bien, no sé si me he explicado. Pero seguro que ustedes estarían de acuerdo con que mi desafortunado compañero de viaje se agarrara a la palanca del freno de emergencia. Pues lo mismo sucede con el hincha. La situación es difícil con los taxistas: «¿Ha visto a Vialli?». «No, debe de haber venido cuando yo estaba fuera». «Pero esta noche verá el partido, ¿no?». «No, tengo que trabajar en el libro Zeta de la Metafísica, el Estagirita, ¿sabe?». «Bueno, véalo y ya me dirá. Para mí, Van Basten puede ser el Maramundo del 90″.

Y venga a darle, como si hablara con un muro. No es que a él no le importe nada que a mí no me importe nada. Es que no puede concebir que a alguien no le importe nada. No lo comprendería ni aunque tuviese tres ojos y dos antenas. No tiene ni siquiera noción de la diversidad, variedad e incomparabilidad de los mundos posibles.

He puesto el ejemplo del taxista, pero habría sido igual si me hubiese referido a las clases hegemónicas. Sucede lo mismo que con la úlcera, que ataca tanto al rico como al pobre. Lo curioso es que criaturas tan convencidas de que todos los hombres son iguales están siempre dispuestas a partirle la cabeza al hincha de la provincia limítrofe. Este chovinismo ecuménico me admira. Es como si los de la Liga dijeran: «Dejad que los africanos vengan a nosotros. Así les podremos zurrar a gusto».

Umberto Eco es ensayista, profesor universitario y novelista.

Y para terminar este artículo, vale la pena citar la existencia de «Umberto Eco y el fútbol«, un libro de Peter Pericles Trifonas.

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