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Si el calendario fuera un equipo de fútbol, el dorsal número 8 lo llevaría agosto. Y así es, más o menos, como juega este mes en el terreno de juego de la literatura futbolera.
Esa era mi Valencia. El campo de Mestalla, la sangre emboscada de El Vampiro, las ruinas ferroviarias donde vivían los gitanos. Más allá, a menos de diez minutos, estaba el mar. Pero el mar era una promesa inalcanzable, una ilusión, la quimera escondida al final de un paisaje laberíntico de sendas, acequias y barrios huérfanos de sentido que tenían nombre y apellidos: las alquerías de Beteró, Isla Perdida, las vías del tren que nos separaban del Cabanyal y sus playas.
A esa ciudad sin músculo de ciudad llegó Mario Alberto Kempes Chiodi en agosto de 1976. Se fue a vivir a la plaza Honduras, que era una de esas manzanas sin gracia dejadas caer entre Mestalla y el mar, entre el barrio de San José y La Isla Perdida. Ir a la plaza Honduras exigía un máster en enfermedades tropicales. Para llegar había que atravesar campamentos gitanos y solares fronterizos donde las bandas rivales se hacían fuertes. A la plaza Honduras sólo íbamos cuando había que decirle a Kempes que metiera un gol. La última vez fue en octubre de 1980. Y Kempes cumplió. Le ganamos al Madrid 2-1. Mario marcó los dos.
Fragmento de «La balada del Bar Torino«, de Rafa Lahuerta Yúfera.
Llibres de la Drassana, 2014