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El césped de un solitario estadio en mitad de la noche se puede convertir en lugar para el amor y para la muerte. En la literatura encontramos dos episodios cuyo resultado final es completamente diferente, aunque el marco en el que ambos se desarrollan tenga características muy similares.
El otro día volvió a caer en mis manos una de las novelas (no futboleras) que más veces he recomendado a lo largo de mi vida. Se trata de “El festín del amor”, del americano Charles Baxter. Fue publicada en el año 2001 por RBA, y obtuvo el prestigioso Premi Llibreter, reconocimiento anual que los libreros catalanes otorgan a una de las novelas publicadas durante el año.
Estuve ojeando nuevamente aquellas páginas, y no tardé en recordar una de las escenas con las que la historia comienza.
«Dentro del estadio, noto la luna silenciosa en la espalda y tomo asiento en un banco de metal. La lluvia de meteoritos de agosto ahora parece formar parte de este espectáculo. He recorrido ya dos terceras partes del ascenso. Estos asientos son demasiado altos para ver algo y de un metal demasiado frío para que resulten cómodos, pero el lugar es tan macizo que vuelve superfluas casi todas las opiniones individuales. Como cualquier coliseo, su mero tamaño anula la intimidad, la soledad. Esculpido en la tierra, concebido para hordas y gigantes, heridas sangrientas y griterío, y tan imponente que ninguna mirada puede abarcarlo, el estadio puede considerarse el escenario de sucesos épicos, y no solo de fútbol: en 1964, el presidente Lyndon Baines Johnson anunció aquí su programa de la Gran Sociedad.
Todos los sábados de otoño en que hay partido, zepelines y biplanos que arrastran carteles publicitarios sobrevuelan el terreno en semicírculos. Como unas tres horas antes del saque inicial, nuestra calle empieza a congestionarse de coches aparcados y remolques conducidos por gente del Medio Oeste en diversas fases de feliz preborrachera, y cuando rastrillo las hojas de mi traspatio oigo el clamor de la multitud como una marea a lo lejos, a media milla de distancia. El público de la contienda es ruidosamente tradicional y antifónico: un lado del estadio ruge ADELANTE y el otro brama AZUL. El sonido se eleva hacia el cielo, también azul, pero imparcial.
Las filas de gradas reflejan la luz de la luna. Contemplo el campo de juego, ahora, a la 1:45 de la mañana. Ahí abajo están representando un sueño de una noche de verano.
¡Esta luna vieja mengua! Prolonga mis deseos y los de una solitaria pareja desnuda, apenas visible ahí abajo, en la línea de las cincuenta yardas, haciendo el amor esta noche de mediados del verano.
Hacen suaves forcejeos lejanos.
Esta escena, inevitablemente, conduce rápidamente a la otra cara de la moneda, aquella en la que el verde terreno del estadio de fútbol americano de la Universidad de Michigan se tiñe de rojo y de muerte en el estadio de Nacional de Montevideo de la mano de Juan Polti, el personaje que creó Horacio Quiroga inspirándose en el suicidio de Abdón Porte:
Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 3 cumplía años ella. Y se acabó.
Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia medianoche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.
Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.
En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía:
«Querido doctor y presidente: le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto. ¡Viva el club Nacional!».
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Y para no quedarnos con mal sabor de boca, recurramos a otro ejemplo de beso nocturno en escenario futbolero. Lo encontramos, en este caso, en la literatura infantil, en “El misterio de los árbitros dormidos”, primer número de la serie “Los futbolísimos”. Pakete, el protagonista, recibe un misterioso mensaje:
“Quedamos en el campo de fútbol a las doce de la noche”.
Y después, la sorpresa:
Y me besó.
En la boca.
Un beso de verdad.
Helena me acababa de besar.
A mí.
Lo repetiré por si acaso alguien no se lo cree:
Helena me había dado un beso en el campo de fútbol, a medianoche.
Amor y muerte contrapuestos bajo la luz de la luna de un solitario terreno de juego.