
Tal día como hoy, pero de hace 14 años (es decir, el 22 de abril de 2002), Enrique Vila-Matas escribía un artículo en el diario El País bajo el título “Don Quijote y Saviola”. Vale la pena recuperar el texto porque el inicio no puede estar más en consonancia con el día de hoy, en un ejemplo más de que, a menudo, parece que estamos inmersos en un eterno día de la marmota. Y si no, fijaros en las dos primeras frases del artículo:
“Mañana es el Día del Libro y el día del partido del siglo. Literatura y fútbol más unidos que nunca, el no va más. Tal vez por lo especial que se presenta el día de mañana estaba yo hace un rato leyendo al profesor Claudio Magris hablando del Quijote…”
Excepto por la referencia al partido del siglo (aquel año coincidió un Barça-Real Madrid por Sant Jordi), el resto de la frase podría haberse escrito perfectamente tal día como hoy: mañana es el Día del Libro, Claudio Magris leyó ayer el pregón de Sant Jordi en el ayuntamiento de Barcelona, Cervantes y el “Quijote” fueron homenajeados en el congreso de los diputados…

Lo que decía. Que aunque el paso del tiempo es inexorable, en ocasiones se muestra juguetón y parece haberse detenido y mostrarse perezoso, con ganas de que la realidad se repita una y otra vez. En fin, dejémonos de enrevesamientos temporales y disfrutemos del artículo.
¡Ah! Y cuando lleguéis al final no os marchéis todavía, que aún hay más.
Don Quijote y Saviola
Enrique Vila-Matas
22 de abril de 2002
Mañana es el Día del Libro y el día del partido del siglo. Literatura y fútbol más unidos que nunca, el no va más. Tal vez por lo especial que se presenta el día de mañana, estaba yo hace un rato leyendo al profesor Claudio Magris hablando del Quijote y, ustedes perdonen, he ido a parar a la cueva de Montesinos y allí se me ha aparecido el presidente Gaspart.
Dice Magris que Don Quijote no tiene miedo. He recordado que Cruyff le ha recomendado a Rexach que no tenga su habitual canguelo -a nivel de táctica, se vio en Vigo y me parece asombroso, el entrenador del Barça sigue estando en la pretemporada y, además, continúa con sus apelmazados pánicos- y le juegue al Madrid sin miedo, teniendo la fe y la confianza del que sabe que puede ser superior. Precisamente los éxitos del dream team llegaron gracias a haberle perdido por completo el miedo, que no el respeto, al Madrid.
Dice Magris que Don Quijote se ofrece a la incertidumbre del vivir, que le trae desastres, palos, porquerías, humillaciones. Pero Don Quijote no tiene fe en la vida, que no sabe lo que hace, sino en los libros que no hablan de la vida, sino de aquello que le da sentido, sus enseñas. Por ellas Don Quijote se bate y recibe palizas, pero nunca duda de esas enseñas.
¿Puede tener fe el socio del Barça en Rexach si éste se ha pasado la (pre)temporada plagiando a Alexanko, quiero decir a Héctor Cúper? ¿Puede tener fe el socio del Barça en su presidente si éste, que es una de sus máximas enseñas, tiene canguelo en el palco y lo abandona cambiándolo por el retrete a la primera de cambio? Ya se vio en el partido de laChampions con los mediocres griegos y lo hemos visto otras veces: de pronto, desaparece el presidente y con él se evaporan, pues, trágicamente todos los socios a los que él representa. Es como si en las grandes batallas antiguas el general en jefe de un ejército de legendario prestigio cambiara sistemáticamente a sus soldados por las letrinas.
Se dirá que todo el mundo tiene derecho a estar enfermo, pero conviene recordar que el presidente no ha sido elegido para que haga de charlatán en la televisión, sino para que sea la encarnación misma de la dignidad de un gran club. No es una cuestión estética el asunto de las letrinas, sino ética. Ya que no le reprende el entorno mediático -cómplice del miedo y más ocupado en chorradas que en advertir, por ejemplo, a los socios de las pretensiones de la Junta de vender a ese futuro gran jugador que es Arteta a un club escocés-, deberían reprenderle los socios pero éstos, en respetable mayoría, eligieron hace dos años el proyecto Riquelme -llamemos así a la ausencia de cualquier proyecto de futuro- y se merecen lo que está pasando.
Hace tiempo que el gregarismo y la mezquindad de cierta parte de la afición están alejando a muchos de su antigua identificación con este gran club que no siempre ha tenido miedo, que tuvo etapas de valentía y arrojo.
En fin. Ojalá mañana sea el Día del Libro y el día del Libro de Saviola -acaba de publicar uno, seguramente escrito en el tiempo que le ha sobrado todo el año cuando jugaba el Barça en campo contrario- y el equipo juegue sin miedo ofreciéndose como el Quijote a la incertidumbre del vivir y, como hicieron algunos inolvidables jugadores que forjaron la intensa leyenda de este club, a la maravillosa incertidumbre del fútbol.
Ojalá el equipo, olvidándose del canguelo escénico de palco y banquillo, recupere la fe y, si es necesario, la fe en los libros y vea el partido como un libro abierto y acabe ganando por 6-2, que es un resultado que a los miedosos de Can Barça les haría decir que la eliminatoria aún no estaba resuelta y a los valientes proclamar que había que ir de nuevo con todas las enseñas y la fe del mundo al Bernabéu.
Enrique Vila-Matas,socio del Barcelona número 7.933.

Javier Saviola. Imagen de www.taringa.net
¿Ya estáis aquí? Bien. Pues ahora que habéis acabado con la lectura del artículo, os tengo preparada otra sorpresa. Debe ser una confabulación astral o ves a saber qué alineación sobrenatural, pero el caso es que existe una fijación en la literatura por relacionar a delanteros argentinos con el Quijote. Yo, al menos, conozco dos casos. El descrito del artículo de Vila-Matas, vinculando al caballero de la triste figura con el conejo Saviola y otro, de Juan Sasturain, publicado en el 2004, bajo el título de… Agarraros: “Lionel Messi, autor del Quijote”.

Y así, gracias al fútbol y la literatura, nos encontramos ante una pared literaria entre Enrique Vila-Matas y Juan Sasturain, y entre Javier Saviola y Leo Messi. Y todo ello con el Quijote como testigo. Desconozco si tan famoso hidalgo jugó alguna vez al fútbol, o si Cervantes, como tantos otros escritores, fue portero durante su juventud (siendo manco, no me extrañaría en absoluto).
Pero no puedo evitar dejar volar la imaginación y pensar que en el episodio de los molinos que don Quijote veía como gigantes quizá, en realidad, en lo que Cervantes estaba pensando era en enormes defensas del equipo rival de un partido de fútbol, tal y como Forges lo intuyó y podéis ver en la viñeta del final de este artículo.
Aquí tenéis el artículo.
Lionel Messi, autor del Quijote
Por Juan Sasturain
Cuando Jorge Luis Borges en 1944 publicó Ficciones, acaso el mejor libro de cuentos de la lengua castellana, incluyó un texto barroco, irónico y sin duda extraordinario que le había dedicado a Silvina Ocampo cinco años antes: Pierre Menard, autor del Quijote. Pocos relatos borgeanos han sido objeto de exégesis más finas y ninguno plantea con mayor sutileza una cuestión tan insólita como deslumbrante. El narrador, que es un pedantísimo confidente epistolar del desaparecido Menard –simbolista tardío, amigo de Valéry, autor de una obra breve y fragmentaria y de un intento desmesurado–, hace el relato y la detallada descripción de la inconcebible empresa que se llevó los máximos esfuerzos y los parciales logros del malogrado poeta de Nimes: escribir El Quijote.
Porque el propósito del oscuro francés Pierre Menard no era traducir ni copiar ni transcribir ni memorizar la obra clásica española; es decir, no quería escribir otro Quijote –“lo que sería fácil”, dice Borges por boca del narrador–, sino escribir el Quijote, el mismo texto: “Producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”. Un propósito “meramente asombroso” en sus propias palabras, para cuyo cumplimiento se impuso en principio un método que, dentro de lo imposible, era relativamente sencillo: ser Cervantes.
Para eso –y ahí deslumbra Borges en la enumeración–, Menard llegó a conocer relativamente bien el español del siglo XVII, recuperó la fe católica, guerreó de memoria contra turcos y moros y consiguió olvidar la historia europea entre 1602 y 1912, entre otras hazañas. Sin embargo, ese camino le pareció excesivamente fácil y lo desechó. Así eligió finalmente la tarea más ardua y la única verdadera: llegar a escribir El Quijote sin tratar de ser en el siglo XX un novelista del XVII, siendo apenas lo –y el– que era, el oscuro Pierre Menard. “Mi empresa no es difícil esencialmente –le confiesa al narrador en una de sus cartas con lógica perturbadora–, me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.”
De toda esa prodigiosa tarea sólo quedan testimonios parciales, ejemplos de lo que pudo haber sido: los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte y un fragmento del veintidós. Y eso es todo.
Hasta ahí, Menard. Hasta –o desde– ahí, la soberbia especulación borgeana sobre la propiedad de las ideas y los relatos, la temporalidad reversible, el equívoco sentido que se ilumina hacia atrás y hacia adelante. “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, concluye la indudable voz de Borges con pavorosa ironía.
Recurrir a estos esplendores de la ficción y la inteligencia para referirse a un avatar futbolero puede parecer excesivo o al menos descaminado. Creo poder demostrar que no lo es.
Cuando –ya famosamente– el joven Lionel Messi realizó en el Camp Nou del Barcelona FC, durante el crepúsculo boreal del miércoles 18 de abril, para disfrute y consumo urbi et orbe, la maniobra prolongada en tiempo y espacio que culminó en el segundo gol de su equipo contra el Getafe, hubo consenso unánime e inmediato de que se trataba de un hecho prodigioso y, paradójicamente, comparable: el pibe había hecho un gol igual al de Maradona contra los ingleses en el Mundial ’86.
En estos tiempos de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros –hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños–; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo –por definición– irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez.
Digo que, como Pierre Menard quiso y pudo parcialmente escribir El Quijote, Messi intentó y pudo hacer el gol de Diego. Incluso se puede llegar a suponer o –me atrevo a decirlo– a reconstruir un propósito similar en el precoz, homólogo petiso. Es innegable que, como Pierre Menard, Messi –o el espíritu consciente o no que a través de él se manifiesta– alguna vez concibió la idea de hacer el mismo gol del Diego. Y es evidente que eligió como primera opción, al igual que Pierre Menard, el camino de –en la medida de lo posible– ser Maradona para después hacerlo “desde el Diego”. Por eso es (se hizo) argentino, por eso se mueve allí donde se mueve, por eso ha ido a jugar a Europa en el Barcelona, por eso ha sido campeón mundial juvenil, por eso ha tenido un primer Mundial frustrante.
Lo extraordinario es que en algún momento, y también como Pierre Menard, Messi decidió el camino más difícil, y decidió hacer el gol del Diego sin (esperar) ser Diego: aceleró (literalmente) el trámite, se apuró, no llegó ni a cumplir los años ni a jugar el segundo Mundial ni a enfrentar a Inglaterra y, en una noche cualquiera, hizo el gol del Diego con la certeza y sabiduría desinteresada con que da en el blanco un arquero zen.

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