Si el calendario fuera un equipo de fútbol, el dorsal número 7 lo llevaría julio. Y así es, más o menos, como juega este mes en el terreno de juego de la literatura futbolera.
Las circunstancias solo me permitieron ver un partido más en vivo, en el Foxboro, el 5 de julio. De nuevo uno de los dos equipos era Nigeria, que había superado la primera fase del torneo a pesar de perder con Argentina. Sin embargo, en aquella ocasión el rival era Italia, que, aunque era una de las favoritas, había jugado tan mal en la fase de grupos que solo por un escasísimo margen estadístico se había clasificado para los octavos de final.
Durante casi toda aquella tarde en el Foxboro, de un calor y una humedad insoportables, Italia tampoco pareció mejorar ni una pizca. En efecto, mi segundo partido en vivo tenía pinta de acabar en una de las derrotas más inesperadas de la historia del fútbol. A falta de solo dos minutos para el final, ganaba Nigeria 1-0. Los cincuenta y cinco mil espectadores –todos los que cabían en el Foxboro Stadium- habían gritado hasta enronquecer, habían recorrido toda la gama de los sentimientos humanos y, cerca del pitido final, estaban tan agotados emocionalmente como lo estaban físicamente los jugadores.
Fragmento de «El milagro de Castel di Sangro«, de Joe McGinnis